Querido público:

Mi nombre es Arthur Flech y soy un incomprendido. Y un trastornado mental, dicho sea de paso. Tengo el mismo control sobre mi risa que sobre el pasado y matar gente me resulta menos traumático que mi infancia. En cualquier caso, estas manías maniáticas son las que me han llevado a un siquiátrico y a estar nominado a los Óscars. No es lo que tenía planeado, pero no está mal. Ser cómico, ese era mi sueño. Sin embargo, me quedé en payaso. De profesión y de sentimiento. Y tampoco está mal, porque el mundo está necesitado de payasos. De los que hacen gracia, me refiero, no de los que buscan el amor por la tele o sacan 52 escaños. Los cómicos somos justicieros, hablamos del elefante en la habitación que el resto se niega a ver. Nos sonamos los mocos en banderas y burlamos la censura visibilizándola. Con una sonrisa y ninguna gana de reír, hablamos del paro, de la falsedad política y de otros males que al parecer, no son exclusivos de Gotham. Como decía, soy un cómico frustrado que literalmente no puede evitar reírse. Los recortes en servicios públicos me privaron de mi medicación y mi terapia. ¿Y qué puede hacer un enfermo pobre en Gotham? ¿Cómo lo hacen los enfermos mentales en vuestra ciudad? ¿Son también pacientes de segunda a los que se mira como si tuviesen la culpa de sus problemas? ¿Ofrece ayuda suficiente Osakidetza a quien no puede permitirse un terapeuta privado? Una sociedad que no se preocupa de sus enfermos está condenada a sufrirlos. No es justo que se enfaden cuando la atacan. Sé que matar tres hombres en un tren ha ensuciado mi imagen. Pero la violencia se contagia más rápido que un bostezo y me estaban bostezando en la cara.

Lo más duro de padecer una enfermedad mental es que te obligan a vivir como si no la tuvieses. He terminado pintando mi alegría fingida con sangre. ¿No merece comprensión este triste payaso incomprendido?

Atentamente,

El Joker