No sé a quién confesar mi error ni cómo pedir perdón. Es una pena que el arrepentimiento no funcione como una máquina del tiempo y no haya forma de volver atrás. ¿Con qué estropajo se puede limpiar de la conciencia algo así? Yo la maté. No lo hice sola, no fue culpa mía. Pero ayudé a matarla. Y desde que vi su cuerpo inerte sobre la arena en las noticias de la noche, ya no puedo pensar en otra cosa. Me pregunto si era madre, si estaba enferma o si hubiera vivido muchos años más de no haber ocurrido lo que ocurrió. Ya no hay manera de saberlo y tampoco importa.
La maté con una bolsa de plástico. Con una del supermercado, blanca y con asas. No sé ni lo que había llevado dentro, creo que un par de botellas de refrescos light. Nos los bebimos, mis amigos y yo, y a ella la atraganté con mi bolsa. La encontraron aún con vida, sacudiéndose en convulsiones, intentando vomitar lo que la ahogaba. La pobre no lo consiguió. Era una ballena preciosa.
Sin querer había ingerido ochenta bolsas, otras setenta y nueve además de la mía. Las había de chuches, de tiendas de ropa, de colores, transparentes de las que mi madre utiliza para congelar, rotas y enteras, grandes y con marcas escritas, pequeñas y con dibujos. Todas con algo en común: habían sido arrojadas al mar. No importa si tiradas directamente por sus dueños, lanzadas al aire como si fueran a desintegrarse en cuánto no las viéramos o transportadas por las olas desde cualquier acceso a la basura. Acabaron todas en el agua que esa ballena tragaba, en el hábitat en el que se movía, entre la comida que la alimentaba. Acabaron formando ocho kilos de veneno en el estómago, un peso con el que no podía nadar. Ni sobrevivir. Una obstrucción intestinal de desperdicios humanos. Si el karma existe, algún día nos matarán a nosotros también todos los deshechos que creamos. Cada año acumulamos toneladas de basura que quemamos, sedimentamos en los océanos, exiliamos en montañas en los vertederos y escondemos debajo de la alfombra. La Ría de Bilbao tiene que estar agotada de las resacas que arrastra los domingos por la mañana, después de que un montón de jóvenes se emborrachen a su lado y compartan con ella sus botellas vacías o con restos de un kalimotxo más pegajoso que un chicle en el pelo. ¿Cuántos peces llorarán estas fiestas? ¿Se engancharán en residuos, se chocarán con icebergs prefabricados, con la suciedad del egoísta que no respeta esta casa redonda de cinco continentes?
No me quito la idea de la cabeza, pienso una y otra vez en que esa ballena estaría viva si mi bolsa hubiese sido de papel. Una bolsa biodegradable y reciclable, de las que contribuyen a sostener el mundo en vez de contaminarlo. O si simplemente si hubiera sido más responsable y mis restos hubiesen sido devorados por el contendor amarillo. Ya no importa. El arrepentimiento no es una máquina del tiempo hacia el pasado. Ojalá la conciencia sí sea una hacia el futuro.
Amaia Barrena
Ez dakit nori barkatu eskatu diezaiokedan. Pena handia da damutasuna ez denbora makinaren bezala ez funzionatzea. Zerekin garbitzen dira kontzientziak? Nire espartzuarekin ezin dut nirea konpondu. Nik hil egin nuen. Ez da nire errua gistiz izan, ez naiz arduradun bakarra. Baina hilaketa honetan parte hartu nuen. Gaueko teleberrian bere gorpua ikusi nuenetik ezin dut beste gauza batean pentsatu. Neure buruari ea ama zen, gaixorik zegoen edo hau gertatu ez balitz, urte asko biziko zen galdetzen diot. Orain hori jakitea ezinezkoa zen eta ez da importa.
Poltsa batekin hil egin nuen. Supermerkatutik aterako poltsa zuri bat zen eta eskulekuak zeuzkan. Ez dakit zer eraman zuen barruan, uste dut feskagarri light batzuk zirela. Nik freskagarriak nire lagunekin edan nituen eta bera ito egin zen erabilitako poltsa horrekin. Aurkitu zutenean bizirik zegoen. Botaka egiten saiatzen ari zen. Ez zuen lortu. Balea ederra zen.